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28 diciembre 2014

Parte 18



Francesca y yo paseamos por las calles entre personas que trotaban de aquí para allá con la ilusión de encontrar el regalo perfecto. Las luces que decoraban los escaparates otorgaban a la tarde fría y húmeda un poco de calidez. Y por si todo eso no fuera suficiente para dejar claro que estábamos en Navidad, éramos acompañados por villancicos que tronaban desde las tiendas y gritos de niños que correteaban ilusionados detrás de sus papás. Miriam y José iban delante, inmersos en su conversación.
—¿No vas a decirme nada? —preguntó Francesca pasado un rato.
—Creo que estoy demasiado congelado para hablar.
Francesca me señaló una cafetería a unos pasos de nosotros. Asentí agradecido. Cuando quise alertar a Miriam y a José, Francesca me agarró del brazo. 
—No creo que nos vayan a echar de menos.
Entramos en la cafetería decorada como si de la casa de Papa Noel se tratara, pero el olor a chocolate caliente me hizo perdonar la cursilería. Nos sentamos al lado de una ventana y una camarera recogió nuestro pedido a la vez que encendió una vela sobre nuestra mesa. Pedimos sendos chocolates y el agradable calor de una chimenea artificial nos permitió deshacernos de nuestros abrigos, bufandas, guantes y gorros, en fin, los diez kilos que uno lleva encima en esta época del año.
—El otro día conociste a Giacomo, el hombre de la foto —comenzó Francesca después de que nos sirvieran—. ¿Por qué nunca me preguntaste quién es?
—No es asunto mío.
—¿Por eso preferiste entrar en mi oficina a escondidas y coger la foto? —No contesté y Francesca sonrió resignada—. Quería que me preguntaras, que tuvieras el valor de decirme lo que pensabas. Te habría contado la verdad.
Bebí un sorbo del chocolate para darme tiempo a preparar una respuesta.
—No se me dan muy bien los sentimientos. Tal vez tuviera miedo a escuchar lo que me ibas a decir —dije.
Francesca calentó sus manos en la taza.
—¿No crees que cuando deseas algo debes tener el valor de ir a por ello y no detenerte hasta obtener las respuestas que necesitas? Solo así podrás saber si es mejor abandonar un imposible o luchar por algo hermoso. —Me miró sin pestañear y añadió—: Sí, lo confieso, soy seguidora de la filosofía de Paolo Coelho.
Nos reímos, pero la respuesta que necesitaba saber no dejaba de hacerme cosquillas en el estómago. Cuando hubimos alargado la risa todo lo que daba de sí, se produjo un silencio que ambos sabíamos debía romper yo.
—¿Lo quieres? ¿Quieres a tu marido? —De su respuesta dependía si abandonar o luchar, como ella bien había dicho. Creo que nunca antes me hizo temblar tanto una espera. Francesca me miró largo rato a los ojos, estaba seguro de que podía ver en ellos todo lo que sentía por ella desde el mismo momento en que la había conocido. Cada sueño, cada esperanza, cada anhelo. Me sentí desnudo ante ella, pero fuera cual fuese su respuesta, no me arrepentía. Era sincero conmigo mismo y por fin tuve claro que eso me hacía libre.
Francesca puso su mano cálida sobre la mía y su sonrisa se amplió.
—Ya no. Hace tiempo que ya no lo quiero.
Estúpidas lágrimas, pensé. Sé un hombre, pensé. Pero lo cierto era que ninguna táctica de despiste consiguió evitar que se me humedecieran los ojos. Apreté su mano.
—Solo vino a pedirme el divorcio. Y me siento aliviada de poder terminar por fin con una farsa que ya dura demasiado.
Sonreí. Me di cuenta de que todavía tenía agarrada la mano de Francesca, y si bien ella no la apartaba, no tenía por qué significar nada. Sus palabras eran alentadoras, pero no hablaban de mí. Francesca debió notar mis dudas y negó con la cabeza.
—¡Dai, cuánto trabajo por delante! ¿Es que no piensas invitarme a cenar, al cine o a esquiar en Nebraska? Voy a pensar que no te intereso.
—Sabes que sí —me apresuré a decir.
Francesca se inclinó un poco sobre la mesa. Nunca había tenido su sonrisa tan cerca.
—Magnífico, porque tú también me interesas a mí.

Las cuatro de la mañana. Froté las manos al salir de la cama. La inspiración no pide cita y sé muy bien que más vale hacerle caso o se enfurruña y te ignora hasta que le plazca. Tenía en mente la historia con la que iba a despedirme de los relatos húmedos. Esa colección que alimenté durante meses, y con la que no solo aprendí que existe vida sexual más allá de la postura del misionario, sino que es posible el buen sexo en una pareja que se ama. Me apetecía terminar mis entregas, que habían sido testigos de todos los vaivenes de mi compleja vida sentimental, con una historia disparatada. Al fin y al cabo, lo que había pretendido con mis historias era ofrecer a mis lectores una visión abierta y entretenida de este mundo que en muchos aspectos seguía siendo tabú. Me conformaba con haber provocado unas muecas de diversión y haber aportado mi granito de arena a avivar la imaginación y fomentar la tolerancia.
Cuando regresé al dormitorio me detuve un instante antes de volver a meterme entre las mantas. Francesca dormía plácidamente en mi cama. Sentí erizárseme los pelos al contemplarla y comprender que la vida había decidido sonreírme. Me sentía feliz, completamente feliz.
Buongiorno, bella.
Entreabrió los ojos y sonrió.
Buongiorno, caro.
La besé, me besó, y este relato húmedo me lo reservo.

HISTORIAS HÚMEDAS
¿A QUÉ HAS VENIDO A NUEVA YORK?

21 diciembre 2014

Parte 17



El timbre sonó por enésima vez, y como lo seguí ignorando, empezaron a aporrear la puerta.
—¿Qué queréis? —Le abrí a José y me arrastré devuelta al salón. Ni siquiera me paré a pensar por qué venía acompañado de Miriam.
—Es Navidad, ¿dónde quedó tu espíritu navideño? ¿Qué haces aquí leyendo esta mierda filosófica? —José me quitó el libro de las manos y lo lanzó sobre el sofá. Me pregunté si este sería por fin el momento en el que le partiría la cara, pero Miriam se cruzó en mis planes.
—Llevas una semana ido. ¿Has olvidado que tienes un relato que entregar? Menos mal que me tienes a mí para cubrirte las espaldas.
—Sabía que podía contar contigo —dije apático.
—Pareces una nena ahí encogido por el desamor —espetó José.
Esta vez no tuve que imaginarme mi puño en su cara, ya que Miriam le dio un golpe en el brazo.
—No te desanimes. —Las palabras de Miriam consiguieron que alzara la mirada hacia ella. Sonreí con ironía.
—Hice el ridículo, Miriam. Sabía lo que había, y aun así pensé que podía estar por encima de los hechos. ¿Por qué un hombre puede ser tan ridículo cuando está enamorado?  
—No eres ridículo —corrigió Miriam.
—Le dije que quiero enseñarle las luces de Navidad, ¡eso es muy ridículo!
—¡Por dios! —gimió José—. En eso tienes razón.
—Mira —dijo Miriam después de fulminar a mi amigo con la mirada—, arréglate. Vamos  a tomar algo calentito, te esperamos abajo. Es Navidad, piensa que todo es posible.
Negué con la cabeza y los dejé marchar. Pero no cerraron la puerta, y justo cuando me iba a levantar para cerrar de un portazo y no volver a abrir hasta pasadas las fiestas, escuché el taconeo de unos zapatos sobre el parqué.
—Estás hecho una miseria. —Francesca se asomó a la puerta del salón. No sé cuánto tiempo pasamos así, mirándonos sin decir nada. Posiblemente unos segundos, pero a mí me parecieron horas.
—Perdona, el relato se publicará a tiempo —dije tratando de volver a la realidad. Mataría a Miriam y a José, de esta no se libraban.
—No vine por eso. Vamos a tomar algo.
—No creo que sea buena idea, Francesca. No creo que me haga bien pasar tiempo contigo, yo…
—¿Vas a renunciar a tu puesto?
—No, claro que no, es solo que…
—Entonces te espero abajo. Tienes unas luces de Navidad que enseñarme. —Se giró y me dejó ahí en el sofá, con la mirada anclada en la puerta.


HISTORIAS HÚMEDAS
QUÉ GUSTO SER PERVERTIDO

14 diciembre 2014

Parte 16



¿Puedo hablar un momento contigo? —Me asomé al despacho de Francesca. Llevaba puestas sus gafas de pasta negra y tecleaba concentrada sobre el portátil. Me indicó que entrara.
—Quiero explicarte lo de… lo de…
—Lo de Margarita —concluyó sin levantar la vista—. Francamente no soporto a las chismosas. Le he buscado trabajo en otro lugar. Así no estarás de mal humor.
—¿De mal humor? —repetí. Me sorprendió lo de Margarita, pero no me importó demasiado.
—La última vez que cenamos me pareció que te fuiste enfadado. Pensé que tenías problemas personales. ¿O fue porque no te gustó el restaurante?
Me asombró su capacidad de hablarme y escribir a la vez. Le aseguré que el restaurante había sido perfecto, pero me callé que había deseado no volver solo a casa.
—Tal vez si hubiéramos ido a otro sitio… —Esperó un momento antes de mirarme con una sonrisa.
—Te puedo llevar esta noche —brotó de mí ante mi propia sorpresa. Francesca aceptó.

La llevé a mi italiano favorito, consciente de que estaba poniendo en juego mi criterio. Pero Francesca alabó la comida y el buen ambiente. Supe que había acertado al ver que había conseguido trasladarla a su tierra natal. Empezó a bajar la guardia, a dejar a un lado su faceta de mujer infalible e intocable para convertirse en una Francesca despreocupada, y hacerme cómplice de las travesuras de sus recuerdos. Me sentí contagiado por su naturalidad y confianza, de modo que también yo me relajé y le redacté en tono humorístico que mi última relación seria había tenido lugar en un baño público. Nos reímos conscientes de que a ambos nos hacía falta tomarnos la vida de otra manera. Y mientras escuchaba con un enamoramiento embobado cómo su entusiasmo la hacía mezclar palabras italianas entre su discurso, me fijé en sus manos. Seguía sin ver anillo de compromiso, y aunque eso no significara nada, respiré hondo.
El vino había calentado nuestros cuerpos y nos protegía del gélido viento mientras acompañé a Francesca a su casa. Las calles húmedas reflejaban las luces navideñas expuestas en las viviendas. La gente estaba tranquila en sus hogares, pero yo no los envidiaba. Ya podía empezar a caer granizo, no iba a cambiar el cosquilleo que sentía. A medida que nos acercamos al destino se hizo palpable la tensión. Parecíamos estar en una de esas comedias románticas en las que se acercaba la hora de la verdad. ¿Conseguiría el chico besar por fin a la chica en la puerta? Nos reímos, nos dijimos las cuatro tonterías que proceden a una despedida, y sonó su móvil. Se disculpó cuando atendió la llamada, luego abrió el portal de su edificio y me dijo adiós con la mano. Igual que en las estúpidas películas me quedé mirando la puerta hasta que ya no tuve sensibilidad en el cuerpo.
Antes de acostarme le envié un mensaje diciéndole que lo había pasado muy bien, y que me gustaría enseñarle las luces navideñas de las que cada año presumía mi barrio. El sentimiento de que esa noche habíamos sido más que simples compañeros de trabajo me esculpió una sonrisa en la cara. Una sonrisa que me acompañó mientras alivié mi deseo debajo de las sábanas. Porque seamos sinceros: los hombres nos masturbamos a la hora de pensar en la mujer de la que estamos enamorados. La idea de que un hombre enamorado no consigue dormir en toda la noche es absurda, por mucho que las mujeres prefieran esta idea romántica.
Saqué dos cafés de la máquina. No quería ser un pesado ni hacer tan obvio mi entusiasmo, pero pensé que llevarle un café a Francesca sería una buena manera de comenzar el día. Me encaminé a su despacho cuando noté esa extraña sensación de cuando se detiene el tiempo. Seguí la mirada de los demás hasta toparme con la becaria. Junto a ella estaba un hombre moreno, vestido de forma desenfadada pero efectiva a juzgar por las miradas  anhelosas que despertaba.
—Buongiorno, posso parlare con Francesca Capresi?
La becaria lo acompañó al despacho de Francesca y cerró la puerta detrás de él. Yo seguí la escena impotente, con los dos vasos de café en la mano. No noté la presencia de Miriam a mi lado hasta que me quitó uno de los vasos.
—Muy amable, jefe —dijo y entró en mi despacho.


HISTORIAS HÚMEDAS
DE CONFESIONES Y SECRETOS 

07 diciembre 2014

Parte 15



—¡Me alegro por ti! Y por mí, ¡claro! —Miriam se abalanzó sobre mí para abrazarme. Así de feliz acogió la noticia de mi nuevo reto profesional y su herencia de los relatos húmedos. Un buen regalo de navidad.
—Podríamos salir a celebrarlo —propuse sin soltarla.
—Desde luego, aunque espero que no tengas en mente ir a una discoteca.
La aparté un poco. Su sonrisa traviesa confirmó mis sospechas, y puse los ojos en blanco.  
—No me puedo creer que Margarita…
—¿Qué esperabas? Esa mujer colecciona aventuras sexuales. Podría inspirarnos para un libro entero de relatos húmedos.
—¿A quién más se lo contó? —El pulso se me aceleró.
—No se habla de otra cosa en el baño de las mujeres. —Miriam se rió, pero al ver que a mí no me hacía gracia, añadió—: Tranquilo, ha tenido la decencia de no entrar en detalles. Solo se jacta de haberte seducido. No te preocupes, no creo que a Francesca le importen estos chismes.
Era lo que necesitaba oír, no obstante, me aparté para coger mi abrigo y asegurar:
—No me importa lo que piense Francesca. No le debo explicaciones. ¿Nos vamos?
Pero Miriam no se movió. Me miró con indulgencia.
—A ver, ¿qué pasó?
En ese instante comprendí que no solo había encontrado a una buena compañera de trabajo en Miriam, sino a una amiga. No solía abrir mi mundo interior a nadie, pero esa noche sentía que me vendría bien y que había dado con la persona adecuada.
—Vayamos a cenar —propuse—. Aunque sí que hay una cuestión que necesito saber de una vez por todas: la foto sobre el escritorio de Francesca… ¿Quién es?
Miriam metió las manos en los bolsillos de sus tejanos.
—Francesca no habla mucho de su vida privada.
—Es su marido, ¿verdad?
—Sí.

HISTORIAS HÚMEDAS
LA FIESTA DE PIJAMAS 

23 noviembre 2014

Parte 14



No encontré aparcamiento, pero me sentía tan eufórico que no me importó meter el coche en un parking céntrico, aunque eso supusiera desembolsar la mitad de mi sueldo. Era la primera vez que entraba en ese restaurante de estilo “vintage”. Y no había entrado porque una cena ahí podía costarme la otra mitad de mi sueldo. Pero hoy era una ocasión especial. Francesca me había invitado a cenar, y desde que me citara no había podido detener mi vívida imaginación. Ya la veía rendida entre mis brazos mientras yo ahogaba su mítico “dai” con un beso.
Por supuesto que llegué antes que ella. Necesitaba ponerme en situación. Pero apenas me dio tiempo a saborear la tónica que había pedido, puesto que ya vi llegar a Francesca.
La carta estaba llena de platos que no había probado en la vida, por lo que cuando Francesca pidió salmón a la naranja decidí imitarla. Empezamos hablando sobre lo acogedor que era el restaurante y sobre la comida en general mientras la música amenizaba moderadamente nuestra conversación. Cuando nos sirvieron, descubrí la verdadera razón por la que Francesca me había citado, y estaba muy lejos de lo que yo había fantaseado.
—¿Qué te parece que Joaquín haya dimitido?
Fue la noticia más escandalosa que había llegado hoy a la redacción: mi jefe había decidido irse alegando motivos personales. No lo iba a echar de menos, aunque siempre le iba a agradecer haberme inspirado para escribir relatos eróticos. Lo realmente inquietante de la noticia era que Margarita iba a tener que buscarse a otro a quien sacarle brillo. 
—Imagino que se sentiría incómodo con lo que pasó con su mujer —contesté.
—Eso y que no lleva muy bien que le cuestionara su trabajo.
—Oh. —Sí, las discusiones entre ellos eran bastante evidentes.
—¿Qué te parece ocupar su puesto?
Conseguí evitar vaporizar el trago de vino sobre los platos. Me limpié con la servilleta de rígido algodón.
—¿Me estás proponiendo ser redactor jefe? ¿Y qué pasa con los relatos? No tendré tiempo para ocuparme de todo.  
—Le has cogido piacere, ¿eh? —Se rió. —No se corresponde con tu imagen de buen chico.
Sentí arder las mejillas y el impulso de alardear sobre mi aventura en el baño de mujeres del sábado pasado, pero Francesca me salvó a tiempo.
—Seguirás supervisando esa sección, por supuesto. Podríamos probar con Miriam para escribir los relatos. Si fue capaz de convencerte de que existe el buen sexo en la pareja…  

Salí del restaurante, pero en lugar de recoger mi coche del parking decidí caminar un rato. Necesitaba que el viento fresco pusiera orden en mis caóticos sentimientos. Por un lado me sentía afortunado con el nuevo desafío laboral, pero ahora mismo pesaban más mis expectativas fracasadas. Francesca estaba lejos de pretender una cena romántica conmigo. Yo solo era un buen chico.
Cuando llegué a casa descorché una botella de vino para olvidar mi depresión y la fortuna que había pagado de parking. Recordé una historia que me habían mandado sobre un buen chico y me puse a escribirla.

HISTORIAS HÚMEDAS
LA TENTACIÓN VIVE MUY CERCA 

16 noviembre 2014

Parte 13



Salí del ascensor dispuesto a incorporarme al trabajo después de mi descanso para comer. Pasé por los cubículos de algunos compañeros y me percaté de la tensión que había en el ambiente. Vi a Miriam hablando con la recién incorporada becaria y me acerqué. 
—¿Qué ocurre? —La gente estaba trabajando, pero lo hacía de un modo extraño, como si estuvieran listos para echar a correr en cualquier momento. Miriam abrió la boca para contestarme, pero en ese instante sonó el bramido de mi jefe en su despacho. Había dicho algo así como “Pues vete, no me importa”.
—Es su mujer —aclaró Miriam por fin—. Llevan un rato encerrados ahí dentro y solo se le escucha a él.
No me dio tiempo a preguntarme si debería preocuparme por la integridad de la mujer de mi jefe porque de pronto se abrió la puerta y ella salió. Todos contuvimos la respiración, a la espera del siguiente acontecimiento. Ella sonrió con esa clase que la caracterizaba sin mirar a nadie en concreto y no obstante buscando a alguien entre la multitud silenciosa. No se perturbó cuando mi jefe cerró la puerta detrás de ella a pesar de que las paredes empezaron a temblar. No sabía si acercarme, pero ella me hizo un guiño casi imperceptible cuando me vio. Fue hasta el ascensor y yo fui detrás disfrazando mi gesto de pura casualidad.
—Se acabó —dijo con la mirada fija en el letrero luminoso del ascensor—. Lo dejo.
Intenté poner cara de pesar y alegría. No lo conseguí y me apresuré a hablar.
—Personalmente me alegro. Ya es hora de que seas feliz.
Ella me miró por fin. Si estaba abatida no se lo dejó notar. Sus ojos reflejaban la chispa de quien anhela recuperar todo el tiempo perdido para empezar a vivir por fin.
—Me gustaría invitarte a cenar —dijo con tranquilidad—  pero veo en tus ojos que estás enamorado y no sería una buena idea. Eres un buen hombre, y ella es una tonta si no lo ve.
Sonreí desconcertado. Iba  decirle que me apetecía cenar con ella, pero posiblemente tenía razón.
—No es tan fácil —murmuré.
Las puertas del ascensor se abrieron y ella entró con esos movimientos elegantes que se disponían a despedirse del pasado.
—¿Sabes lo que he aprendido? Cuando uno ama a alguien de verdad, hace que todo sea fácil. —Sonrió hasta que las puertas del ascensor se cerraron.
Permanecí inmóvil, consciente de las miradas que estaban clavadas en mi espalda. Dudé un momento si llamar el ascensor y arriesgarme a correr tras ella, pero finalmente me giré. Todos los compañeros volvieron a llenar el ambiente con trabajo, a excepción de Miriam y Francesca, que me miraban cada una desde un extremo de la habitación.

HISTORIAS HÚMEDAS
EL HOMBRE DESEADO

09 noviembre 2014

Parte 12





Todavía no sé cómo me dejé liar para venir a esta discoteca. En realidad detesto estos lugares donde uno que no baila sólo puede dedicarse a beber a raudales, ya que conversar es imposible por dos motivos: el ruido y la ausencia de alguien interesado en hablar. Así que ahí me encontraba yo un sábado noche, arrimado a la barra con un gin-tonic caldoso en mis manos, mientras José bailaba la Lambada con un par de chicas. Fueron varios sus intentos por hacerme saltar a la pista de baile, incluso las chicas me hacían señas para unirme, pero me limité a sonreírles alzando mi vaso. Me sentía mareado a causa de la bebida y la música alta, y no dejaba de pensar en los besos que había compartido con Miriam.
La noche de los hechos habíamos ido a cenar y ninguno de los dos había vuelto a mencionar lo ocurrido en mi despacho, pero lo cierto era que seguía ahí en el aire, como una nube indecisa por romper a llover, al menos por mi parte.
En cuanto a Francesca, no había tenido la oportunidad de hablar con ella sobre mi patético intento de averiguar quién era el hombre de la foto sobre su escritorio. Era otra de esas nubes que colgaban sobre mi cabeza. Donde sí se había desatado una tormenta fue entre mi jefe directo y Francesca. El motivo no quedó muy claro, ya que la disputa se llevó a cabo a puerta cerrada en el despacho de él, pero a juzgar por el elevado tono de voz de ambos, el motivo no debió de ser la estropeada máquina de café.
Miré mi reloj por quinta vez en un minuto. José estaba esquivando mis tentativas de comunicarle mi huida. Decidí esperar tres minutos más antes de desaparecer. Miré a mi alrededor, al menos los generosos escotes me alegraban la vista. Pero estuve a punto de atragantarme con mi bebida cuando descubrí una cara conocida entre la multitud. Aproveché las anchas espaldas de un joven aparcado a mi lado para esconderme detrás.
—¿De quién te escondes? —preguntó José cuando me alcanzó. Estaba sudando por todos los poros.
—Yo me voy —contesté—. Ahí está Margarita. Por dios que no me vea.
Di la vuelta, pero me quedé helado cuando oí gritar a José.
—¡Eh, Margarita! ¡Hola! ¡Aquí!
Lo miré incrédulo o más bien furioso, pero él se limitó a sonreír. Margarita y una amiga, tan maquillada que podría pasar por un loro, se abrieron paso hacia nosotros. Bebí mi gin-tonic de golpe sintiendo una patada en el estómago.
—No puedo creer que tengas vida personal. —Margarita se dirigió a mí antes de presentarnos a su amiga. Estuve tentado de contestarle que a diferencia de ella mi vida no estaba en boca de todo el mundo, pero sería provocar una conversación que no me interesaba en absoluto. José soltó sus cuatro chorradas de cortesía antes de agarrar a la amiga de Margarita y llevársela a la pista de baile. ¡Cómo detestaba a José! Mi mente ya estaba maquinando mil maneras de asesinarlo y sentí un súbito placer.
—¿Por qué sonríes? —Quiso saber Margarita.
—Será el alcohol —contesté.
—Qué lástima, pensé que era por la alegría de verme.
La miré un momento tratando de averiguar si estaba de broma o lo pensaba realmente. Fue entonces cuando me fijé en su generoso escote, ese que tanto le gustaba lucir. Tuve que admitir que sus pechos estaban muy bien puestos. No eran ni muy pequeños ni muy grandes. Se movían suavemente al ritmo de la música. Aparté la mirada. El alcohol me estaba afectando de verdad. Margarita se rió.
—¿Inspirándote para un nuevo relato?
Sonreí. En el fondo tenía su gracia.
—Supongo que eres de los que no bailan. —Tuvo que acercarse a mí para hacerse oír. Olía bien, pensé.
—No se me da muy bien.
—Dicen que un hombre que baila bien ama bien.
—Pues seré un mal amante.
—No lo creo. Tal vez muy clásico y muy oxidado, pero con un poco de práctica…
—¿Clásico y oxidado? —repetí.
Muy clásico y muy oxidado —corrigió.
Sonreí. En el fondo seguía teniendo su gracia.
Se acercó más a mí, cuidando que sus pechos me calentaran el brazo.
—Me estoy mareando. ¿Serías tan caballero de acompañarme al baño?
—Creo que es mejor que te acompañe tu amiga.
Miramos en dirección a la pista de baile. Sin duda José estaba averiguando si el maquillaje de su acompañante era comestible. Suspiré.
—Tranquilo. No voy a comerte. ¿O me tienes miedo?
¿Por qué los hombres siempre caemos en la trampa cuando se cuestiona nuestra valentía? Margarita se enganchó de mi brazo y avanzamos pasito a pasito hacia los baños. La cabeza me daba vueltas y ya no sabía si era ella la que necesitaba de mi ayuda o al revés. Después de lo que me parecieron quince minutos llegamos al baño de las mujeres. Un oasis para los hombres sedientos. La liberé de mi brazo, pero ella me miró sin entrar.
—Te esperaré aquí. Lo prometo —dije con tono de voz de padre indulgente. 
—Me siento realmente mal.
—No puedo entrar en el baño de mujeres.
—¿Cómo que no? —Margarita me agarró por una mano y se abrió paso entre las mujeres, demasiado atónitas para protestar. Me empujó dentro de un baño y cerró la puerta. El espacio era minúsculo, de modo que me apreté contra la pared. Nunca había pisado un baño de mujeres, pero después de esta experiencia no permitiría a ninguna mujer despotricar sobre lo guarros que los hombres dejamos los baños.  Dudé de que Margarita se fuera a agachar ahí para vomitar si no quería pillar una enfermedad. Pero Margarita se agachó, aunque no para vomitar.
—Ay, qué mareada estoy —se lamentó apoyándose en mis piernas. Calculé mis posibilidades de escapar, eran más bien escasas. Básicamente por dos razones, la primera era porque Margarita ocupaba todo el espacio hasta la puerta, y la segunda era porque mi miembro viril ya había decidido que le gustaba la proximidad de la cara de Margarita. Y como ella tiene un olfato especial para este tipo de ocurrencias, aprovechó la oportunidad para deslizar sus manos por mis piernas. Alzó la mirada hasta mí y sonrió.
—Me has engañado —dije tratando de no alzar demasiado la voz, aunque las mujeres ahí fuera ya se habían olvidado de nosotros. Sus conversaciones acerca de lo macizo que estaba el DJ llegaron solo vagamente a mis oídos. Estaba demasiado mareado y excitado para prestarles atención.
—Jamás habrías venido si te dijera que mi intención era chupártela. ¿Me equivoco? —Sus manos alcanzaron mi entrepierna. Apoyé las manos en la pared y la puerta. Había llegado a ese punto donde tu cabeza te dice: “Eh, esto no es prudente. Trabaja contigo y se acuesta con el jefe”, y donde el resto de tu cuerpo replica: “A la mierda con la jodida cabeza”. Y como tenía la perfecta excusa que me daba el alcohol, la dejé hacer. Ni le contesté.
Me excitó su manera de tocarme, y para cuando me bajó los pantalones mi miembro ya estaba más que despierto. Cerré los ojos. Creo que cuando empezó a humedecer mi pene con su lengua llegué a comprender por qué a mi jefe le gustaba tanto Margarita. Era extraordinariamente buena. Ni mi pene ni mis testículos habían conocido placer igual. Su lengua, sus labios, sus manos… Margarita sabía emplear sus armas. Tanto que quedé  convencido de ser un completo idiota por no haber cedido a sus insinuaciones antes. Todo a mi alrededor desapareció, la visión se me borró, y estaba seguro de no poder avisarla a tiempo antes de estallar. Ella debió notarlo porque ralentizó sus movimientos.
—¡Mírame! —dijo.
Bajé la mirada, ella abrió la boca sin dejar de mirarme y ese gesto fue tan sumamente perverso y erótico que eché la cabeza hacia atrás, dando un golpe contra la pared, y me liberé. Noté la presión de sus dedos, el movimiento de su mano, era tan generosa y me sentí feliz, increíblemente feliz.
—¡Gracias! —Eso fue lo más estúpido que se me ocurrió decir. Supuse que seguía bajo los efectos del orgasmo y  del alcohol.
—Son cincuenta euros.
Abrí los ojos. Margarita se estaba limpiando con papel higiénico. Me miró y se echó a reír.
—Anda, vístete, tonto.
Obedecí. De pronto sentí unas ganas impetuosas de salir de ahí.
—¿Por qué haces estas cosas? —le pregunté.
Ella tiró el papel en el inodoro y me miró. Por primera vez vi algo así como furia en su mirada.
—¿Por qué hago el qué?
—Ser tan promiscua.
—¿Le haces esa misma pregunta a ese amigo tuyo que ahora está manoseando a mi amiga o él es un machote?
Nos miramos y sentí que me había puesto en mi lugar.
—Perdona. En serio, perdóname —dije.
Margarita abrió la puerta y me dio una palmada en el culo que me hizo dar un respingo.
—Anda, salgamos de aquí antes de que te desflore.
Otra de las exquisiteces de esa noche fue ver las expresiones de las mujeres en el baño cuando salimos.
José y yo cogimos un taxi hasta mi casa. Apestábamos tanto a alcohol, sudor y virilidad  que el taxista había abierto las cuatro ventanillas a pesar del gélido viento. En realidad, se lo agradecí.
—Te lo has pasado bien ¿eh? Sí, lo veo en la cara de idiota que tienes. —José se rió y me dio un empujón.
Lo miré y le sonreí con esa mueca de “te voy a hacer sufrir un poco”. Pero una vez más me sorprendió su retorcida sabiduría sobre el sexo.
—Uy, uy, uy, para un silencio tan hermético, una sonrisa tan maquiavélica y una mirada tan extraterrestre solo puede haber una razón: se tragó tu felicidad.


Por A. B. 

02 noviembre 2014

Parte 11



Miriam no me había matado por haberla llamado a las cuatro de la madrugada, Francesca no me había retirado la palabra por haber entrado en su despacho para investigar sobre la foto del guaperas, y José no había conseguido ligar con Francesca. Los relatos seguían vendiendo y los lectores no paraban de mandarme sugerencias. Podía afirmar que las cosas no iban del todo mal.
José acababa de salir de mi despacho. Había intentado convencerme para salir el próximo fin de semana. Según él, tenía la cabeza llena de chochitos que no estaban a mi alcance y había que pasar a la acción con algo más tangible. Lo despedí con un “me lo pensaré” para sacármelo de encima. Tener a José pululando por la editorial seguía poniéndome nervioso. Uno nunca podía perderlo de vista.
Me encaminé hacia la máquina de café y me quedé atónito. Me arrimé al corcho colgado en la pared, donde los compañeros anunciaban un sinfín de tonterías, y ratifiqué mi teoría sobre mi amigo José. Ahí estaba el tío, apoyado en la máquina de café en su pose de James Dean, mientras Miriam daba pequeños sorbos de su vaso de plástico. Parecían mantener una conversación amena a juzgar por las caras sonrientes. Decidí dar la vuelta y regresar a mi despacho.
Diez minutos más tarde vino Miriam. Tenía las mejillas sonrosadas y no dijo palabra cuando se sentó para atacar el montón de historias sobre sadomasoquismo.
—Ten cuidado con José —le dije sin dejar de teclear sobre mi portátil. Noté su mirada.
—¿Estás celoso? —bromeó.
Me reí sin ganas.
—Solo sé cómo es con las mujeres. No quiero que llenes mi despacho con pañuelos que Margarita tendría que limpiar. Ya que implicaría que pase más tiempo de lo deseado cerca de mí…
—Lo he captado —me interrumpió—. Y sé cuidar de mí misma, gracias.
Una vez más se nos pasó el tiempo encerrados en mi despacho, borrachos de tantas historias que no dejaban de repetirse. Acabamos sentados en el suelo, uno enfrente del otro.
—Si lo próximo que leo no consigue sorprenderme, me retiro por hoy —dije estirándome.
—Coincido. —Miriam alzó la vista y de pronto me lanzó un folio—. Oye, ¿no te estarás excitando, marrano?
Noté que mi entrepierna iba por libre y empezaba a despuntar debajo de la tela de mis chinos.
—¿Cómo quieres que no me excite leyendo esto: “Hola periodista, escribe sobre el calabacín que le meto a mi novia cada día” —dije en mi defensa.
—¡Pero qué ordinario! Espero que no se trate siempre del mismo calabacín —se rió Miriam.
—¡Ahora dirás que tú no te excitas!
—No con eso.
Me acerqué para ver lo que estaba leyendo ella.
—“Me gusta imaginarme que un alienígena de quince tentáculos me penetra por todos los orificios” —leí en voz alta. Nos miramos y empezamos a reírnos, volvimos a mirarnos y nos besamos con tanta urgencia que los papeles revolotearon pavoridos. Cogió mi cara entre sus manos sin apartar los labios de los míos, y yo deslicé mis manos hacia sus pechos. Pero antes de que pudiera meter la mano por debajo de su blusa, se apartó.
—No deberíamos hacer esto —dijo buscando desesperadamente algo en lo que centrar  su atención.
—No, no deberíamos. —Recogí unos folios para ponerlos encima de mi regazo y ocultar mi calentón—. Estas historias las carga el diablo.
Miriam volvió a reírse y se levantó.
—¿Qué tal si vamos a cenar? Ya estoy demasiado cansada para seguir.



HISTORIAS HÚMEDAS
EL CATADOR DE MUJERES

26 octubre 2014

Parte 10



De acuerdo, intenté ligármela, ¿vale? —Después de media hora discutiendo, por fin llegó la confesión que necesitaba escuchar de José. Lo había hecho venir bajo amenaza de retirarle la palabra de por vida si no acudía a mi llamada. Llevaba tiempo esquivándome.
—Está casada, imbécil. —Fue lo primero que se me ocurrió decir.
—No, no lo está —contestó con tranquilidad. Sus zapatillas Nike descansaban, como de costumbre, sobre mi escritorio–. Y si lo está, no están juntos.
Abrí las manos, hastiado y celoso ante la idea de que hubiese intimidado hasta ese punto con Francesca.
—¿Cómo sabes eso?
—Intuición masculina. —Trató de quitarle importancia.
—¿Y qué pasó? —Me senté en mi silla, consciente de lo idiota que debí parecer caminando de un lado a otro.
—¿Qué pasó de qué?
Mi intención de aparentar calma se fue al traste.
—¿Te la has ligado?
José es así. Un tocapelotas sin parangón, un desquiciador profesional. A veces me pregunto cómo surgió nuestra amistad. Supongo que simplemente estaba ahí un día, plantado en mi despacho, con una sonrisa lerda. La misma que me mostraba ahora.
No debía de ser tan difícil averiguar si Francesca estaba casada o no, pensé mientras me aventuré a su despacho. Pero no quise soltar semejante pregunta a mis compañeros, y mucho menos a Miriam. Ya no quedaba nadie en la redacción. Había sufrido el paso de las horas con creciente ansiedad, apenas aprovechando el tiempo para empezar a escribir la próxima historia. Pero por fin me había quedado solo.
Abrí la puerta del despacho de Francesca y fui directamente hacia la foto que tenía sobre su mesa. Esa foto que nunca alcanzaba a ver cuando me sentaba enfrente de mi jefa. Cogí el marco de madera y me enfrenté a su contenido. Ciertamente un hombre guapo, muy guapo, si me regía por los cánones de belleza. Me imaginaba a Margarita limpiando la foto entre suspiros. Un hombre moreno con gafas de sol sobre una Vespa blanca y verde en algún lugar de Italia. Me mordí los labios. ¿Daba esa imagen respuesta a mi pregunta?
Entonces alcé la vista y vi pasar al tal Murphy de las leyes que nunca fallan, y justo después apareció Francesca. Primero se asustó al verme, luego me miró confundida.
Puse la foto sobre la mesa como si quemara mis manos.
—Te vi marchar —mascullé.
—Eso no es excusa para estar aquí—contestó y tiró su abrigo sobre uno de los sillones.
—A José se le perdió algo aquí el otro día —improvisé de mal humor y me dirigí hacia la puerta.
—Eso suena a excusa barata. —Francesca recuperó su posición frente al escritorio—. No estuvo el tiempo suficiente como para poder perder algo.
Reculé y volví a asomarme por la puerta.
—Yo pensé que…
Francesca detuvo mi amenaza de fruslería alzando las manos.
—Por favor, dai, es un engreído. No sé cómo lo soportas.
No pude dormir, así que me senté a repasar la historia que había seleccionado con Miriam. Iba a ser bastante explícita y la duda me hizo llamarla para ver qué opinaba.
—La única excusa que me vale, para que me despiertes a las cuatro de la madrugada, es que te hayas muerto, y si no es eso, te mataré yo mañana.
¿Qué le había hecho yo a las mujeres?


HISTORIAS HÚMEDAS
FANTASÍAS: LARGO, MUY LARGO

19 octubre 2014

Parte 9



No ha sido tan terrible, ¿verdad? —Miriam y yo estábamos sentados sobre el suelo en mi despacho, clasificando más sugerencias, comentarios e ideas que habían llegado a mi correo.
—¿El qué? —mordí un trozo de la pizza que habíamos encargado.
—Escribir sobre el sexo en pareja.
—No tengo problemas con el sexo en pareja. Dejadme en paz ya con ese tema.
Miriam se rió y se echó otra copa de vino. Habíamos abierto la botella para celebrar el tener que quedarnos hasta tarde.
—¿Bebiendo durante las horas de trabajo? —El acento italiano hizo que ambos nos giráramos hacia la puerta. Francesca entró en mi despacho con una sonrisa transigente, una elegancia sublime y un perfume sugerente que se me clavó en los pulmones.
Se agachó para ver lo que estábamos clasificando e intercambiamos algunas impresiones sobre las próximas entregas. Rechazó la copa de vino que Miriam le ofreció y el triángulo de pizza que quedaba en la caja. Se fue con la sugerencia de que nos fuéramos a cenar algo decente.
—Es impresionante —comentó Miriam.
—Hm —contesté enterrándome entre los papeles.
Miriam se rió, obligándome a mirarla.
—¿Qué?
—Que estás enamorado hasta las trancas. ¿Crees que no se te nota? Apenas sueltas monosílabos y te pones colorado como un cangrejo.
La miré irritado.
—Tonterías. Eso es porque es mi jefa.
Miriam me miró como si acabara de exponer la excusa más rebuscada del mundo, pero no insistió.
—Por cierto, ¿cómo se llama ese amigo tuyo que viene a verte a menudo? —cambió de tercio.
—Te refieres a José. ¿Por qué lo preguntas?
—Curiosidad.
—Has dicho “por cierto”, así que hay algo más.
—Lo he visto el otro día saliendo del despacho de Francesca.
Traté de poner mi conocida cara de póker, pero lo cierto es que me costó frenar mi impulso de llamar a José y preguntarle por qué había buscado a Francesca.
Miriam me sonrió y vació la botella de vino en mi copa. Estaba seguro de que podía leerme los pensamientos.


HISTORIAS HÚMEDAS
SECRETOS DE DORMITORIO O CÓMO CONVERTIRSE EN MR. HYDE 

12 octubre 2014

Parte 8



Francesca me había felicitado por el relato de Barbie y Ken, y me había confesado que ella también solía rejuntar los cuerpos de los muñecos. Me reveló que se había sentido terriblemente decepcionada al descubrir la entrepierna de Ken, y que a raíz de ello nunca se había sentido atraída por los guaperas. Ese comentario hizo que me sintiera  halagado.
Con una sonrisa lerda pasé por delante del despacho de mi jefe y vi que Margarita estaba limpiando su escritorio mientras él estaba absorto en su generoso escote. Enseguida pensé en la esposa de mi jefe. Recordé que yo era el único que conocía su aventura con los tres mosqueteros del placer. Así que me iba a dar el gusto de reírme un poco.
—¿Molesto? —pregunté más irónico de lo que pretendía.
—Pasa, pasa —contestó mi jefe mientras Margarita se retiró hacia las estanterías.
—Hace tiempo que no me das tu opinión sobre mis artículos y quería preguntarte. —Pensé en sentarme, pero no tenía intención de quedarme mucho tiempo.
—Bueno, como ahora es Francesca la que da el visto bueno… No es cosa mía.
Traté de poner cara de póker y no dejarme distraer por sus conflictos internos.
—Pero los habrás leído…
Asintió.
—¿Y qué te parecen? No sé, por ejemplo el de la mujer y los tres jugadores de billar.
—A mí me gustó —intervino Margarita con una sonrisa de oreja a oreja.
La miramos durante unos segundos y creo que ambos pensamos en que a ella le encantaría experimentar la escena ahí mismo. Pero recordé que mi jefe gemía como un jabalí y deseché la idea.
—Me gustó. No creo que sea real, pero me gustó. Una mujer que parece tan pulcra no es capaz de una aventura así. Tal vez en sus sueños…
No pude evitar sonreír.
—Te puedo asegurar que es muy real, y lo mejor de todo es que su marido seguirá tan contento con su vida sin saber que es un cornudo.
Margarita se rió, y mi jefe se limitó a sonreír mientras nos aguantamos la mirada.
—Voy a seguir. —Salí de aquel despacho con la sensación de haberme vengado al menos un poquito en nombre de “Beatriz”.



HISTORIAS HÚMEDAS
YO SOY INFIEL Y LO SABES MUY BIEN