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06 septiembre 2014

Parte 1



Cuando mi jefe me dijo que era necesario escribir unos artículos que dieran un empujoncito al magazine para el que trabajo no supe muy bien sobre qué escribir. Pero después de aquella tarde en la que se había dejado abierto el micrófono de su despacho y todos escuchamos sus jadeos mientras se beneficiaba a la chica de la limpieza, se me ocurrió escribir sobre algo que a todos nos mueve: el sexo.
Al proponerle escribir pequeñas historias sobre fantasías y experiencias sexuales, que recogería bajo el título de Historias Húmedas,  me miró con sus ojos saltones durante unos segundos en los que temí me iba a devolver a la sección de deportes, pero se encogió de hombros dejándome hacer. Me propuse escribir sobre todo tipo de fantasías y experiencias sin el molesto pitido que tapa las palabras subidas de tono. Con el fin de recoger estas historias pregunté a mis conocidos, e hice correr la voz en mi blog personal, esperando que pronto se me inundara el despacho de sofocos que quisieran ser contados en mi columna dominical.  Pero después de una semana mirando el buzón de entrada de mi correo electrónico, el único que acudió a mi llamada fue mi amigo José. A él le debo, pues, mi estreno en el periodismo erótico. Escribí la primera historia tal cual me la ha contado y asegurado que había acontecido, aunque me pareció interesante escribir desde el punto de vista de esa mujer a la que, por mera intuición,  me imaginaba feliz por haber sido sustraída de su monótona vida sexual. 

HISTRORIAS HÚMEDAS
EL CHANDAL Y EL ASCENSOR

A ella no le solían gustar tan musculosos, vestidos con chándal ni tan jóvenes, aunque todas sus amigas asegurarían que se trataba de un tipo atractivo con el que olvidarse por un rato del estrés. Lo miró de soslayo mientras el ascensor bajaba los treinta y dos pisos del edifico. Había tenido un día difícil en la oficina y no deseaba otra cosa que llegar a su apartamento para darse un placentero baño de espuma y ponerse alguna comedia romántica en el DVD.
Suspiró y apartó la mirada cuando el hombre la miró. Se preguntó qué se le habría perdido en un lugar plagado de abogados vestido de esa manera. Ese chándal gris ratón era lo suficientemente grande como para hacerla desaparecer en él, sin embargo marcaba fielmente todo los bultos de los que presumía el hombre.
El ascensor se detuvo y salieron dos abogados vestidos de Armani, dejándola a solas con el deportista.
—Perdone, ¿me estaba mirando el paquete? —le preguntó cuando las puertas se volvieron a cerrar.
Ella lo miró desconcertada, a punto de sufrir un sofoco.
—¿Cómo dice?
El joven se le acercó.
—Le preguntaba si me estaba mirando mis partes.
Ella retrocedió hasta sentir la fría pared del ascensor. El corazón le latía con fuerza haciendo que sus pechos se agitaran traicioneramente debajo de su camisa blanca.
—¡Claro que no! —logró decir, pero sus ojos eran incapaces de abstraerse de la mirada del hombre. La miraba con deseo y con una sonrisa que denotaba que sabía que ella le estaba mintiendo.
—¿Seguro? Está muy tensa. Parece que necesita algo de diversión —dijo y rozó su falda de tweed marrón con una mano fuerte y decidida.
Ella se mordió el labio inferior y él sonrió con picardía. Y no supo muy bien cómo ocurrió, pero de pronto el hombre de chándal se encontró arrodillado a sus pies. Le levantó la falda con rapidez y escondió su cara en la tela que tapaba su triángulo secreto. Ella dejó caer su maletín para agarrar al desconocido por la cabellera y apretarlo con fuerza contra su sexo húmedo. Él le agarró las nalgas, las apretó y magreó con sus dedos largos que pronto se perdieron en aquella ranura.  Ella se debatía entre el deseo de que no se detuviera hasta llegar al final y el pánico de que se abriera la puerta del ascensor y la descubriera su jefe con las bragas enganchadas en los zapatos de tacón.
Aquel desconocido era un bruto hablando, pero sabía emplear su lengua con maestría. En efecto, ese músculo cálido y húmedo jugueteaba en su intimidad y absorbía con urgencia el néctar que fluía sin control. Cuando por fin se le nubló la vista no fue quien de retener un grito liberador. Y en ese momento le dio igual que pudiera sonar por todo el edificio. El orgasmo la dejó temblando.
—Un placer, por lo visto —dijo el hombre mientras se revolvió el pelo sin dejar de sonreír.  Le guiñó un ojo justo antes de que la puerta del ascensor se abriera para dejarlo desaparecer. Ella apretó enérgicamente el botón para volver a cerrar la puerta y subir a un piso cualquiera. Necesitaba tiempo para volver a subirse las bragas y, sobre todo, para recuperar la respiración y el equilibrio. Le entró la risa floja. Era la primera vez que le sucedía algo así. Recogió su maletín, se alisó la falda y el pelo, y saludó educadamente a compañeros de trabajo desconocidos que entraron al ascensor cuando ella salió en la planta baja. 
Por A. B.  

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