Inicio

23 noviembre 2014

Parte 14



No encontré aparcamiento, pero me sentía tan eufórico que no me importó meter el coche en un parking céntrico, aunque eso supusiera desembolsar la mitad de mi sueldo. Era la primera vez que entraba en ese restaurante de estilo “vintage”. Y no había entrado porque una cena ahí podía costarme la otra mitad de mi sueldo. Pero hoy era una ocasión especial. Francesca me había invitado a cenar, y desde que me citara no había podido detener mi vívida imaginación. Ya la veía rendida entre mis brazos mientras yo ahogaba su mítico “dai” con un beso.
Por supuesto que llegué antes que ella. Necesitaba ponerme en situación. Pero apenas me dio tiempo a saborear la tónica que había pedido, puesto que ya vi llegar a Francesca.
La carta estaba llena de platos que no había probado en la vida, por lo que cuando Francesca pidió salmón a la naranja decidí imitarla. Empezamos hablando sobre lo acogedor que era el restaurante y sobre la comida en general mientras la música amenizaba moderadamente nuestra conversación. Cuando nos sirvieron, descubrí la verdadera razón por la que Francesca me había citado, y estaba muy lejos de lo que yo había fantaseado.
—¿Qué te parece que Joaquín haya dimitido?
Fue la noticia más escandalosa que había llegado hoy a la redacción: mi jefe había decidido irse alegando motivos personales. No lo iba a echar de menos, aunque siempre le iba a agradecer haberme inspirado para escribir relatos eróticos. Lo realmente inquietante de la noticia era que Margarita iba a tener que buscarse a otro a quien sacarle brillo. 
—Imagino que se sentiría incómodo con lo que pasó con su mujer —contesté.
—Eso y que no lleva muy bien que le cuestionara su trabajo.
—Oh. —Sí, las discusiones entre ellos eran bastante evidentes.
—¿Qué te parece ocupar su puesto?
Conseguí evitar vaporizar el trago de vino sobre los platos. Me limpié con la servilleta de rígido algodón.
—¿Me estás proponiendo ser redactor jefe? ¿Y qué pasa con los relatos? No tendré tiempo para ocuparme de todo.  
—Le has cogido piacere, ¿eh? —Se rió. —No se corresponde con tu imagen de buen chico.
Sentí arder las mejillas y el impulso de alardear sobre mi aventura en el baño de mujeres del sábado pasado, pero Francesca me salvó a tiempo.
—Seguirás supervisando esa sección, por supuesto. Podríamos probar con Miriam para escribir los relatos. Si fue capaz de convencerte de que existe el buen sexo en la pareja…  

Salí del restaurante, pero en lugar de recoger mi coche del parking decidí caminar un rato. Necesitaba que el viento fresco pusiera orden en mis caóticos sentimientos. Por un lado me sentía afortunado con el nuevo desafío laboral, pero ahora mismo pesaban más mis expectativas fracasadas. Francesca estaba lejos de pretender una cena romántica conmigo. Yo solo era un buen chico.
Cuando llegué a casa descorché una botella de vino para olvidar mi depresión y la fortuna que había pagado de parking. Recordé una historia que me habían mandado sobre un buen chico y me puse a escribirla.

HISTORIAS HÚMEDAS
LA TENTACIÓN VIVE MUY CERCA 

16 noviembre 2014

Parte 13



Salí del ascensor dispuesto a incorporarme al trabajo después de mi descanso para comer. Pasé por los cubículos de algunos compañeros y me percaté de la tensión que había en el ambiente. Vi a Miriam hablando con la recién incorporada becaria y me acerqué. 
—¿Qué ocurre? —La gente estaba trabajando, pero lo hacía de un modo extraño, como si estuvieran listos para echar a correr en cualquier momento. Miriam abrió la boca para contestarme, pero en ese instante sonó el bramido de mi jefe en su despacho. Había dicho algo así como “Pues vete, no me importa”.
—Es su mujer —aclaró Miriam por fin—. Llevan un rato encerrados ahí dentro y solo se le escucha a él.
No me dio tiempo a preguntarme si debería preocuparme por la integridad de la mujer de mi jefe porque de pronto se abrió la puerta y ella salió. Todos contuvimos la respiración, a la espera del siguiente acontecimiento. Ella sonrió con esa clase que la caracterizaba sin mirar a nadie en concreto y no obstante buscando a alguien entre la multitud silenciosa. No se perturbó cuando mi jefe cerró la puerta detrás de ella a pesar de que las paredes empezaron a temblar. No sabía si acercarme, pero ella me hizo un guiño casi imperceptible cuando me vio. Fue hasta el ascensor y yo fui detrás disfrazando mi gesto de pura casualidad.
—Se acabó —dijo con la mirada fija en el letrero luminoso del ascensor—. Lo dejo.
Intenté poner cara de pesar y alegría. No lo conseguí y me apresuré a hablar.
—Personalmente me alegro. Ya es hora de que seas feliz.
Ella me miró por fin. Si estaba abatida no se lo dejó notar. Sus ojos reflejaban la chispa de quien anhela recuperar todo el tiempo perdido para empezar a vivir por fin.
—Me gustaría invitarte a cenar —dijo con tranquilidad—  pero veo en tus ojos que estás enamorado y no sería una buena idea. Eres un buen hombre, y ella es una tonta si no lo ve.
Sonreí desconcertado. Iba  decirle que me apetecía cenar con ella, pero posiblemente tenía razón.
—No es tan fácil —murmuré.
Las puertas del ascensor se abrieron y ella entró con esos movimientos elegantes que se disponían a despedirse del pasado.
—¿Sabes lo que he aprendido? Cuando uno ama a alguien de verdad, hace que todo sea fácil. —Sonrió hasta que las puertas del ascensor se cerraron.
Permanecí inmóvil, consciente de las miradas que estaban clavadas en mi espalda. Dudé un momento si llamar el ascensor y arriesgarme a correr tras ella, pero finalmente me giré. Todos los compañeros volvieron a llenar el ambiente con trabajo, a excepción de Miriam y Francesca, que me miraban cada una desde un extremo de la habitación.

HISTORIAS HÚMEDAS
EL HOMBRE DESEADO

09 noviembre 2014

Parte 12





Todavía no sé cómo me dejé liar para venir a esta discoteca. En realidad detesto estos lugares donde uno que no baila sólo puede dedicarse a beber a raudales, ya que conversar es imposible por dos motivos: el ruido y la ausencia de alguien interesado en hablar. Así que ahí me encontraba yo un sábado noche, arrimado a la barra con un gin-tonic caldoso en mis manos, mientras José bailaba la Lambada con un par de chicas. Fueron varios sus intentos por hacerme saltar a la pista de baile, incluso las chicas me hacían señas para unirme, pero me limité a sonreírles alzando mi vaso. Me sentía mareado a causa de la bebida y la música alta, y no dejaba de pensar en los besos que había compartido con Miriam.
La noche de los hechos habíamos ido a cenar y ninguno de los dos había vuelto a mencionar lo ocurrido en mi despacho, pero lo cierto era que seguía ahí en el aire, como una nube indecisa por romper a llover, al menos por mi parte.
En cuanto a Francesca, no había tenido la oportunidad de hablar con ella sobre mi patético intento de averiguar quién era el hombre de la foto sobre su escritorio. Era otra de esas nubes que colgaban sobre mi cabeza. Donde sí se había desatado una tormenta fue entre mi jefe directo y Francesca. El motivo no quedó muy claro, ya que la disputa se llevó a cabo a puerta cerrada en el despacho de él, pero a juzgar por el elevado tono de voz de ambos, el motivo no debió de ser la estropeada máquina de café.
Miré mi reloj por quinta vez en un minuto. José estaba esquivando mis tentativas de comunicarle mi huida. Decidí esperar tres minutos más antes de desaparecer. Miré a mi alrededor, al menos los generosos escotes me alegraban la vista. Pero estuve a punto de atragantarme con mi bebida cuando descubrí una cara conocida entre la multitud. Aproveché las anchas espaldas de un joven aparcado a mi lado para esconderme detrás.
—¿De quién te escondes? —preguntó José cuando me alcanzó. Estaba sudando por todos los poros.
—Yo me voy —contesté—. Ahí está Margarita. Por dios que no me vea.
Di la vuelta, pero me quedé helado cuando oí gritar a José.
—¡Eh, Margarita! ¡Hola! ¡Aquí!
Lo miré incrédulo o más bien furioso, pero él se limitó a sonreír. Margarita y una amiga, tan maquillada que podría pasar por un loro, se abrieron paso hacia nosotros. Bebí mi gin-tonic de golpe sintiendo una patada en el estómago.
—No puedo creer que tengas vida personal. —Margarita se dirigió a mí antes de presentarnos a su amiga. Estuve tentado de contestarle que a diferencia de ella mi vida no estaba en boca de todo el mundo, pero sería provocar una conversación que no me interesaba en absoluto. José soltó sus cuatro chorradas de cortesía antes de agarrar a la amiga de Margarita y llevársela a la pista de baile. ¡Cómo detestaba a José! Mi mente ya estaba maquinando mil maneras de asesinarlo y sentí un súbito placer.
—¿Por qué sonríes? —Quiso saber Margarita.
—Será el alcohol —contesté.
—Qué lástima, pensé que era por la alegría de verme.
La miré un momento tratando de averiguar si estaba de broma o lo pensaba realmente. Fue entonces cuando me fijé en su generoso escote, ese que tanto le gustaba lucir. Tuve que admitir que sus pechos estaban muy bien puestos. No eran ni muy pequeños ni muy grandes. Se movían suavemente al ritmo de la música. Aparté la mirada. El alcohol me estaba afectando de verdad. Margarita se rió.
—¿Inspirándote para un nuevo relato?
Sonreí. En el fondo tenía su gracia.
—Supongo que eres de los que no bailan. —Tuvo que acercarse a mí para hacerse oír. Olía bien, pensé.
—No se me da muy bien.
—Dicen que un hombre que baila bien ama bien.
—Pues seré un mal amante.
—No lo creo. Tal vez muy clásico y muy oxidado, pero con un poco de práctica…
—¿Clásico y oxidado? —repetí.
Muy clásico y muy oxidado —corrigió.
Sonreí. En el fondo seguía teniendo su gracia.
Se acercó más a mí, cuidando que sus pechos me calentaran el brazo.
—Me estoy mareando. ¿Serías tan caballero de acompañarme al baño?
—Creo que es mejor que te acompañe tu amiga.
Miramos en dirección a la pista de baile. Sin duda José estaba averiguando si el maquillaje de su acompañante era comestible. Suspiré.
—Tranquilo. No voy a comerte. ¿O me tienes miedo?
¿Por qué los hombres siempre caemos en la trampa cuando se cuestiona nuestra valentía? Margarita se enganchó de mi brazo y avanzamos pasito a pasito hacia los baños. La cabeza me daba vueltas y ya no sabía si era ella la que necesitaba de mi ayuda o al revés. Después de lo que me parecieron quince minutos llegamos al baño de las mujeres. Un oasis para los hombres sedientos. La liberé de mi brazo, pero ella me miró sin entrar.
—Te esperaré aquí. Lo prometo —dije con tono de voz de padre indulgente. 
—Me siento realmente mal.
—No puedo entrar en el baño de mujeres.
—¿Cómo que no? —Margarita me agarró por una mano y se abrió paso entre las mujeres, demasiado atónitas para protestar. Me empujó dentro de un baño y cerró la puerta. El espacio era minúsculo, de modo que me apreté contra la pared. Nunca había pisado un baño de mujeres, pero después de esta experiencia no permitiría a ninguna mujer despotricar sobre lo guarros que los hombres dejamos los baños.  Dudé de que Margarita se fuera a agachar ahí para vomitar si no quería pillar una enfermedad. Pero Margarita se agachó, aunque no para vomitar.
—Ay, qué mareada estoy —se lamentó apoyándose en mis piernas. Calculé mis posibilidades de escapar, eran más bien escasas. Básicamente por dos razones, la primera era porque Margarita ocupaba todo el espacio hasta la puerta, y la segunda era porque mi miembro viril ya había decidido que le gustaba la proximidad de la cara de Margarita. Y como ella tiene un olfato especial para este tipo de ocurrencias, aprovechó la oportunidad para deslizar sus manos por mis piernas. Alzó la mirada hasta mí y sonrió.
—Me has engañado —dije tratando de no alzar demasiado la voz, aunque las mujeres ahí fuera ya se habían olvidado de nosotros. Sus conversaciones acerca de lo macizo que estaba el DJ llegaron solo vagamente a mis oídos. Estaba demasiado mareado y excitado para prestarles atención.
—Jamás habrías venido si te dijera que mi intención era chupártela. ¿Me equivoco? —Sus manos alcanzaron mi entrepierna. Apoyé las manos en la pared y la puerta. Había llegado a ese punto donde tu cabeza te dice: “Eh, esto no es prudente. Trabaja contigo y se acuesta con el jefe”, y donde el resto de tu cuerpo replica: “A la mierda con la jodida cabeza”. Y como tenía la perfecta excusa que me daba el alcohol, la dejé hacer. Ni le contesté.
Me excitó su manera de tocarme, y para cuando me bajó los pantalones mi miembro ya estaba más que despierto. Cerré los ojos. Creo que cuando empezó a humedecer mi pene con su lengua llegué a comprender por qué a mi jefe le gustaba tanto Margarita. Era extraordinariamente buena. Ni mi pene ni mis testículos habían conocido placer igual. Su lengua, sus labios, sus manos… Margarita sabía emplear sus armas. Tanto que quedé  convencido de ser un completo idiota por no haber cedido a sus insinuaciones antes. Todo a mi alrededor desapareció, la visión se me borró, y estaba seguro de no poder avisarla a tiempo antes de estallar. Ella debió notarlo porque ralentizó sus movimientos.
—¡Mírame! —dijo.
Bajé la mirada, ella abrió la boca sin dejar de mirarme y ese gesto fue tan sumamente perverso y erótico que eché la cabeza hacia atrás, dando un golpe contra la pared, y me liberé. Noté la presión de sus dedos, el movimiento de su mano, era tan generosa y me sentí feliz, increíblemente feliz.
—¡Gracias! —Eso fue lo más estúpido que se me ocurrió decir. Supuse que seguía bajo los efectos del orgasmo y  del alcohol.
—Son cincuenta euros.
Abrí los ojos. Margarita se estaba limpiando con papel higiénico. Me miró y se echó a reír.
—Anda, vístete, tonto.
Obedecí. De pronto sentí unas ganas impetuosas de salir de ahí.
—¿Por qué haces estas cosas? —le pregunté.
Ella tiró el papel en el inodoro y me miró. Por primera vez vi algo así como furia en su mirada.
—¿Por qué hago el qué?
—Ser tan promiscua.
—¿Le haces esa misma pregunta a ese amigo tuyo que ahora está manoseando a mi amiga o él es un machote?
Nos miramos y sentí que me había puesto en mi lugar.
—Perdona. En serio, perdóname —dije.
Margarita abrió la puerta y me dio una palmada en el culo que me hizo dar un respingo.
—Anda, salgamos de aquí antes de que te desflore.
Otra de las exquisiteces de esa noche fue ver las expresiones de las mujeres en el baño cuando salimos.
José y yo cogimos un taxi hasta mi casa. Apestábamos tanto a alcohol, sudor y virilidad  que el taxista había abierto las cuatro ventanillas a pesar del gélido viento. En realidad, se lo agradecí.
—Te lo has pasado bien ¿eh? Sí, lo veo en la cara de idiota que tienes. —José se rió y me dio un empujón.
Lo miré y le sonreí con esa mueca de “te voy a hacer sufrir un poco”. Pero una vez más me sorprendió su retorcida sabiduría sobre el sexo.
—Uy, uy, uy, para un silencio tan hermético, una sonrisa tan maquiavélica y una mirada tan extraterrestre solo puede haber una razón: se tragó tu felicidad.


Por A. B. 

02 noviembre 2014

Parte 11



Miriam no me había matado por haberla llamado a las cuatro de la madrugada, Francesca no me había retirado la palabra por haber entrado en su despacho para investigar sobre la foto del guaperas, y José no había conseguido ligar con Francesca. Los relatos seguían vendiendo y los lectores no paraban de mandarme sugerencias. Podía afirmar que las cosas no iban del todo mal.
José acababa de salir de mi despacho. Había intentado convencerme para salir el próximo fin de semana. Según él, tenía la cabeza llena de chochitos que no estaban a mi alcance y había que pasar a la acción con algo más tangible. Lo despedí con un “me lo pensaré” para sacármelo de encima. Tener a José pululando por la editorial seguía poniéndome nervioso. Uno nunca podía perderlo de vista.
Me encaminé hacia la máquina de café y me quedé atónito. Me arrimé al corcho colgado en la pared, donde los compañeros anunciaban un sinfín de tonterías, y ratifiqué mi teoría sobre mi amigo José. Ahí estaba el tío, apoyado en la máquina de café en su pose de James Dean, mientras Miriam daba pequeños sorbos de su vaso de plástico. Parecían mantener una conversación amena a juzgar por las caras sonrientes. Decidí dar la vuelta y regresar a mi despacho.
Diez minutos más tarde vino Miriam. Tenía las mejillas sonrosadas y no dijo palabra cuando se sentó para atacar el montón de historias sobre sadomasoquismo.
—Ten cuidado con José —le dije sin dejar de teclear sobre mi portátil. Noté su mirada.
—¿Estás celoso? —bromeó.
Me reí sin ganas.
—Solo sé cómo es con las mujeres. No quiero que llenes mi despacho con pañuelos que Margarita tendría que limpiar. Ya que implicaría que pase más tiempo de lo deseado cerca de mí…
—Lo he captado —me interrumpió—. Y sé cuidar de mí misma, gracias.
Una vez más se nos pasó el tiempo encerrados en mi despacho, borrachos de tantas historias que no dejaban de repetirse. Acabamos sentados en el suelo, uno enfrente del otro.
—Si lo próximo que leo no consigue sorprenderme, me retiro por hoy —dije estirándome.
—Coincido. —Miriam alzó la vista y de pronto me lanzó un folio—. Oye, ¿no te estarás excitando, marrano?
Noté que mi entrepierna iba por libre y empezaba a despuntar debajo de la tela de mis chinos.
—¿Cómo quieres que no me excite leyendo esto: “Hola periodista, escribe sobre el calabacín que le meto a mi novia cada día” —dije en mi defensa.
—¡Pero qué ordinario! Espero que no se trate siempre del mismo calabacín —se rió Miriam.
—¡Ahora dirás que tú no te excitas!
—No con eso.
Me acerqué para ver lo que estaba leyendo ella.
—“Me gusta imaginarme que un alienígena de quince tentáculos me penetra por todos los orificios” —leí en voz alta. Nos miramos y empezamos a reírnos, volvimos a mirarnos y nos besamos con tanta urgencia que los papeles revolotearon pavoridos. Cogió mi cara entre sus manos sin apartar los labios de los míos, y yo deslicé mis manos hacia sus pechos. Pero antes de que pudiera meter la mano por debajo de su blusa, se apartó.
—No deberíamos hacer esto —dijo buscando desesperadamente algo en lo que centrar  su atención.
—No, no deberíamos. —Recogí unos folios para ponerlos encima de mi regazo y ocultar mi calentón—. Estas historias las carga el diablo.
Miriam volvió a reírse y se levantó.
—¿Qué tal si vamos a cenar? Ya estoy demasiado cansada para seguir.



HISTORIAS HÚMEDAS
EL CATADOR DE MUJERES